Hace 13 años mataron a Jaime Garzón, y el hecho de que su asesinato hoy en día continúe impune dice mucho de nuestro aparato jurídico y tal vez dice mucho más de los altísimos niveles de corrupción que las últimas décadas han penetrado y contaminado todo nuestro aparato estatal, porque es un secreto a voces quiénes estuvieron detrás de este crimen, pero paradójicamente nadie ha sido condenado aún. A Jaime Garzón lo matamos todos.
No pocas veces he escuchado cómo la gente se jacta diciendo que en Bogotá se habla el mejor español del mundo, pero básicamente lo dicen por lo neutro de nuestro acento, a diferencia de otros países de habla hispana y, sobre todo, para construir una muralla de grandeza frente a otras regiones de Colombia, porque el bogotano prestante ha usado el lenguaje como medio de poder, y sobre esa afirmación de ser los mejores hablados ha edificado un imaginario que reduce a la condición de inferiores a todos aquellos que no compartan un léxico, unos giros idiomáticos, unos recursos gramaticales.
Pero confío que coincida conmigo, estimado lector, en que no son propiamente los que viven en las laderas de Ciudad Bolívar, los ladrones del centro, los soldados rasos, los estudiantes de colegios públicos, los obreros de las fábricas, ni siquiera los universitarios, quienes engrandecen nuestro idioma por su forma de hablarlo. Eso se lo inventaron otros para justificar una suerte de imperio de la lengua como instrumento de poder: eruditos y académicos de vieja data, nuestra anquilosada clase política, empresarios de apellido y alcurnia.
Nos creímos ese cuento durante mucho tiempo, muchos hoy lo siguen creyendo, incluso llevando la manía de la corrección idiomática hasta el delirio. No es gratuita esa tendencia en casi todo tipo de documentos y escritura pública de usar mayúsculas iniciales para destacar asuntos que no lo requieren, y sumarle títulos y grandilocuencias ficticias a expresiones que por normas de la RAE no la tienen. La norma gramatical así entendida no es riqueza sino control social, es en sentido estricto, una muy peligrosa forma de fascismo.
Por definición, todos somos “mal hablados”, mexicanos, argentinos, costeños, paisas, españoles, cubanos, todos por igual, porque los actos de habla nunca pueden coincidir a la perfección con la norma. Sí, es claro, existen compendios de las leyes que rigen nuestro idioma, pero en tanto leyes, son ideales, alcanzar la perfección en su uso no es más que una ilusión. Piensen que el español mismo nace como una degradación del latín y por siglos ha sido alimentado por vocablos provenientes del griego, el inglés, el francés y las lenguas indígenas, y allí reside mucho de su riqueza.
El nuestro ha sido un país de oradores, de discursos exquisitos, pero muchos de esos cultores del idioma coincidencialmente son los mismos que nos han sumergido en la oscuridad, que han desfalcado las arcas del Estado, son los mismos que promulgando leyes han coartado libertades a los ciudadanos, y muchos, muchos de ellos, nunca podrán lavarse las manos por toda la sangre que ha corrido en nuestro país.
A Jaime Garzón lo mataron por decir “hijueputa” en televisión, por creer que eso de tener el mejor español del mundo era una estupidez si en un semáforo un niño tenía que pedir monedas para no morirse de hambre. A Jaime Garzón lo mataron porque nunca creyó en los protocolos y las etiquetas, porque siempre pensó que una corbata, un traje costoso o una carrera universitaria no convertían a nadie en mejor ciudadano. Ustedes mismos pueden ver cómo están aumentando los casos de universitarios que, literalmente, están matando en gavilla a sus compañeros.
Esa ilusión de superioridad es la causante de que aún se sigan oyendo expresiones como “indio patirrajado”, “costeño de mierda”, “¿es que usted no sabe quién soy yo?”, “provinciano ignorante” o “campesino zarrapastroso”, para desprestigiar y reducir a los otros. Eso lo vio Jaime Garzón, y por eso lo mataron, porque dejó ver que hay un país más allá de la fachada que nos han construido para separarnos de los demás, brecha que a muchos no les interesa cerrar, esos que siguen escribiendo “Honorables Congresistas”, cuando el honor es otra cosa y “congresistas” no lleva mayúscula inicial.
Daniel Bonilla | Cartel Urbano
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